lunes, 4 de julio de 2011

El ser humano... ese irredento egoísta

     Cuando decidí que este pequeño espacio viera la luz y lo hiciera de forma pública, fue con el firme propósito de denunciar el deleznable comportamiento de las personas hacia los animales, de constatar las continuas vejaciones, humillaciones y aberraciones que cometemos continuamente sobre los demás seres que comparten nuestro mundo amén de las monstruosidades que infligimos a nuestros propios semejantes. La carestía de principios, la ausencia de valores así como un exacerbado egocentrismo desembocan inexorablemente en nuestro triste día a día, donde la injusticia constituye nuestro estandarte  y la falta de sentimientos enarbola nuestra bandera.
     Creo con total convicción que esta ausencia de ética y moral está estrechamente unida a las consecuencias que se derivan, a posteriori, en nuestro comportamiento y por ende en nuestras acciones.
     Para dejar patente una de tantas y tantas lacras que viaja con nosotros, el egoísmo, se me ha ocurrido esta pequeña historia  en la que a pesar de utilizar elementos recurrentes y arcaicos (castillos, reyes, princesas, pretendientes, riquezas...) no cae en absoluto en el anacronismo y está muy vigente en nuestros días como lo ha estado desde el albor de los tiempos.



     
         Cuando decidí que este pequeño espacio viera la luz y lo hiciera de forma pública, fue con el firme propósito de denunciar el deleznable comportamiento de las personas hacia los animales, de constatar las continuas vejaciones, humillaciones y aberraciones que cometemos continuamente sobre los demás seres que comparten nuestro mundo amén de las monstruosidades que infligimos a nuestros propios semejantes. La carestía de principios, la ausencia de valores así como un exacerbado egocentrismo desembocan inexorablemente en nuestro triste día a día, donde la injusticia constituye nuestro estandarte  y la falta de sentimientos enarbola nuestra bandera.
     Creo con total convicción que esta ausencia de ética y moral está estrechamente unida a las consecuencias que se derivan, a posteriori, en nuestro comportamiento y por ende en nuestras acciones.
     Para dejar patente una de tantas y tantas lacras que viaja con nosotros, el egoísmo, se me ha ocurrido esta pequeña historia  en la que a pesar de utilizar elementos recurrentes y arcaicos (castillos, reyes, princesas, pretendientes, riquezas...) no cae en absoluto en el anacronismo y está muy vigente en nuestros días como lo ha estado desde el albor de los tiempos.


     
     En algún momento del tiempo y en un lugar indeterminado que no tiene demasiada importancia para nuestra historia, existía un reino que gozaba de abundante prosperidad y paz longeva. 
    Desde hacía muchas décadas, la armonía con sus vecinos propiciaba un comercio sin sobresaltos y un progreso sin interrupción que permitía un estatus de bienestar como nunca antes conocido entre sus habitantes. Las hambrunas, epidemias e invasiones sufridas antaño ya constituían un vago recuerdo en el sótano más recóndito de la memoria popular.
     Las riendas de la nación estaban en manos de un monarca severo aunque justo. Diplomático eficaz y político astuto, había conseguido salvaguardar los intereseses del país con sabiduría y templanza. Era un hombre satisfecho de sí mismo y de su obra; sin embargo, había algo que enturbiaba la tranquilidad de sus últimos años de vida. Su hija. 
    No había podido prestarle demasiada atención. Mucho trabajo burocrático e infinidad de asuntos de estado habían impedido dedicarle toda la compañía que hubiese deseado, y máxime cuando tendría que haber suplido la ausencia de su madre que falleció al dar a luz. Esto había propiciado que su hija se criara con gran permisividad, rodeada de caprichos y regalos para intentar compensar la falta de tiempo que debía haberle dedicado. Craso error. Ahora era consciente de ello, pero ya no podía dar marcha atrás. El rey intentaba compensar aquella situación encontrándole un buen marido que, además de lidiar con ella, fuese un digno heredero del reino que había construido. La belleza de su hija, legendaria y conocida por todo el reino, ayudaría en la consecución de la empresa.   
     Llegó la primavera y con ella la bonanza en el tiempo. Los mensajeros reales partieron en todas direcciones, portando la misiva en la que se proclamaba la recepción de posibles candidatos a tomar la mano de la futura reina. La noticia fue muy comentada en todos los confines del país, y llegó a oídos de un joven herrero de noble corazón que estaba, desde hacía mucho tiempo, secretamente enamorado de la princesa.   
     El palacio se hallaba profusamente engalanado para la ocasión. Todo tipo de ornamentos daban un aspecto sublime a las dependencias reales; no en vano, importantes personalidades de la nobleza de todos los confines del orbe harían acto de presencia durante los próximos días para optar desposar a la  mujer más bella del reino. El ambiente que rodeaba a la ocasión era de fiesta y la algarabía se extendía por doquier. 
     Los pretendientes fueron haciendo paulatinamente su aparición. Un emperador procedente del lejano oriente traía como presente delicadas y exóticas telas, así como una gran variedad de desconocidas especias. Un rey de piel oscura de las tierras del sur, trajo consigo una larga reata de mulas cargadas de baúles repletos de oro y piedras preciosas. Un príncipe de largos cabellos del color del fuego prometía como dote una vastísima extensión de tierra rica y fértil... y así sucesivamente.
     La princesa los miraba a todos con indiferencia y gesto aburrido. Nada era de su agrado ni llamaba su atención para desesperación del padre, que veía como se iban acabando los candidatos... y las opciones.
     Iban transcurriendo los días con idéntico resultado. Ningún candidato despertaba el interés de la joven, que miraba con desdén a todo aquel que la cortejaba. El pueblo comenzó a murmurar la extraña actitud de la princesa, preguntándose las razones de este raro comportamiento. Nuestro gallardo herrero, que no era ajeno a estas noticias, decidió hacer acopio de valentía y presentarse en la corte.
   No tenía nada que perder. 
   Dicho y hecho, al día siguiente, con la mayor humildad, apareció en el palacio para sorpresa de propios y extraños. La joven, con una mezcla de curiosidad y altanería, decidió recibirlo para oír qué le "ofrecía" aquel infeliz. El muchacho, visiblemente nervioso por tener ante sí a la mujer amada, se expresó con sencillez pero con pasión:
     -Alteza, sé que no puedo ofreceros riquezas. Tampoco poseo tierras para daros ni puedo poner en vuestras manos lujosos vestidos; pero lo que sí puedo es entregaros mi corazón en señal de mi inquebrantable lealtad y devoción hacia vos. En prueba de mi amor eterno y verdadero, os ofrezco estar cien días sentado y sin moverme a las puertas del castillo. Tan solo subsistiendo con un mendrugo de pan y una tinaja de agua al día. Sé que es imposible, pero lo que siento por vos hará que supere esta prueba si así lo deseáis.  
     La bella princesa, divertida y un tanto sorprendida, decidió asumir el reto del herrero dando su consentimiento y aceptando desposarse con él si conseguía superar la prueba. 
     Al día siguiente, tal y como había sido establecido, el joven ocupó su lugar en la puerta de la fortaleza con una gran sonrisa dibujada en su rostro. Sus ojos, radiantes, brillaban con intensidad, y la felicidad parecía emanar a través de los poros de su piel. El herrero pensaba que todo aquel vía crucis que tenía por delante merecería la pena si al final del camino podía tener entre sus brazos a su amada.
     Fueron pasando los días y la delgadez se iba apoderando de nuestro amigo; sin prisa pero sin pausa. No obstante, el fulgor que desprendían sus ojos permanecía igual de intacto como el primer día. Se le veía feliz. La futura soberana, de tanto en tanto, se acercaba por el lugar observándolo con circunspecta curiosidad, como el que mira a un raro espécimen proveniente de lejanas tierras. Y, sin cruzar con él ni media palabra, giraba sobre sus pasos con aires de manifiesta superioridad en medio de las mofas y burlas de sus damas de compañía.
     Los días fueron dejando paso, lentamente, a las semanas. Las visitas reales cada vez eran más espaciadas; pero no menos humillantes para el herrero, que permanecía impasible y con actitud contrita sentado sobre el que era su único hogar desde hacía mucho tiempo. Demasiado quizá.
     Las interminables semanas fueron traduciéndose en diabólicos meses. El frío y el viento se hacían insufribles; las heladas nocturnas provocaron que el joven enfermase, y su paupérrima alimentación no ayudaba gran cosa a que mejorara. Sus ojos, otrora vivos, no despedían fulgor alguno; su cuerpo, sano y musculoso producto del trabajo diario de otro tiempo, se había convertido en una caricatura de sí mismo, marchito y endeble. La princesa hacía acto de presencia de forma cada vez más distante en el tiempo, pero con la misma dolorosa indiferencia de siempre para el muchacho. 
     La perseverancia del herrero, fruto de su noble sentimiento, propició que, para asombro generalizado, llegase al último día. El día cien. Cumpliendo así lo que había prometido por amor. 
    En palacio y con la doncella visiblemente consternada, se iniciaron los preparativos para el enlace nupcial. No existía otro tema de conversación a lo largo y ancho de todo el reino El herrero se convirtió en el principal centro de atención, y una multitud expectante se arremolinaba en torno a él.
     Cuando faltaban diez minutos para la hora fijada, y con monumental sorpresa de todos, el muchacho fijó sus lánguidos y tristes ojos, ahora ausentes de cualquier atisbo de vida,  en las ventanas que daban acceso a las dependencias de la princesa. Luego se levantó con un esfuerzo tremendo y, sin volver la vista atrás, se marchó del castillo.
     El suceso conmocionó a toda la población, y fue tema recurrente de tertulia en los meses venideros. Nadie daba crédito a lo que allí había acontecido, ni a la extraña actitud del joven que no quiso ser rey.
     Pasaron los años y la memoria del herrero aún permanecía patente e intacta entre los lugareños. Era una historia difícil de olvidar y su narración se repetía sin cesar de unos a otros.       
       Un buen día, durante el regreso de una caravana que había tomado un atajo, el jefe de la expedición vio a un hombre que talaba un árbol. Al principio no le dio mayor importancia, pero a medida que se acercaban algo en el rostro del leñador le resultó vagamente familiar. En ese instante, el expedicionario, no lograba discernir quién era o de qué podía conocerle; pero al pasar junto a él y saludarle cayó en la cuenta... era el herrero. 
    Saltó de un brinco de la carreta y se plantó ante él estrechándole fuertemente la mano. Tras superar el primer momento de sorpresa, se atrevió a hacerle una pregunta, Una pregunta que estaba en la mente de todos y a la que nadie jamás había sabido dar respuesta;    
     -Amigo, ¿por qué te fuiste dejando a la princesa? ¿Por qué no quisiste ser rey?
     El joven le miró fijamente a los ojos, y tras un prolongado suspiro le contestó:
     -Todo aquello lo hice por amor. Únicamente por el amor que le profesaba a la princesa. Poseer un reino, riquezas, tierras y poder no tenían ninguna importancia para mí.
El expedicionario, cada vez más confuso, le volvió a preguntar:
     -Entonces, ¿por qué te fuiste cuando faltaban tan solo diez minutos para que se cumpliera la hora fijada, y no te casaste con ella? 
     El herrero volvió a posar sus suaves ojos sobre si interlocutor, y con una mirada nostálgica que reflejaba la profunda tristeza que sentía, le respondió:
     -Porque yo no estaba dispuesto a entregar todo mi amor, mi vida y mis sentimientos a una persona que NO fue capaz ni tan siquiera de liberarme una sola hora de mi sufrimiento.
     

1 comentario:

  1. Por desgracia, lo que siempre ha movido el mundo, desde el albor de sus tiempos, ha sido ese vil sentimiento. Nadie mueve un dedo si no consigue algo a cambio y cuanto más mejor, lo peor de todo es que no tiene cura y viene de serie en el ser humano sin que desde fábrica pueda ser cambiada la pieza que nos pueda hacer pensar un poquito más en los demás. Demasiadas son las lacras, que tan arraigas están, que son capaces de corromper lo bonito que puede haber en el compartir. En numerosas ocasiones, situaciones extremas llegadas a ellas por esas lacras, me hacen repetir una máxima: "Que paren en mundo que yo me bajo".

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